sábado, 7 de junio de 2025

Adorado Buenos Aires

 Adoro a Buenos Aires con sus cuarenta y ocho barrios oficiales y los que nos inventamos los porteños porque pintó*. Cada barrio tiene el cuadro* de sus amores. Su feca* atendido por un mozo de camisa y chaleco, y el café de especialidad del pibe* que se recibió de barista. Nunca falta el aroma a manteca y pan por la mañana. Al mediodía, perfume de asado de obra. A la tarde, veredas para caminar, aunque den vértigo en Barrancas de Belgrano. Perros y gatos  por doquier. Pajaritos en los árboles a pesar del asfalto (algún zorzal y palomas, muchas palomas).

Adoro a Buenos Aires porque es pálida y sobria en Recoleta, y colorida y tanguera en La Boca. Por la Casa Amarilla y  la Casa Rosada. Los tachos*  como abejas, los bondis* que  la recorren de punta a punta.

Adoro a Buenos Aires, tan internacional en Retiro, barroca y colonial en la iglesia de Santo Domingo. Bacana* en el norte, popular en el sur. Trabaja como una hormiga en el microcentro. Hace fiaca* en las casas chorizo* de Flores. Lunga* en San Nicolás, pulguita* en las mil casas de Liniers.

Adoro a Buenos Aires porque es pipí cucú* en la calle Thames. Viste art nouveau en el palacio Barolo, y art decó en el Kavanagh. Es canchera* en la Plaza Serrano, baila chacareras en Mataderos y colecciona antigüedades en San Telmo. Vende muebles en avenida Belgrano, baldosas en Alberdi y ropa por todos lados. 

Adoro a Buenos Aires por la librería más linda del mundo, por esa que nunca apolilla* y por aquella que parece una nave espacial.  Tiene a Saturno en el Planetario, un museo de ciencias naturales para el asombro. Un parque para la memoria. 

Adoro a Buenos Aires porque tiene un aeroparque y un puerto, pero no siempre los necesita. Viaja a España en la avenida de Mayo. A Francia en la avenida Alvear. A Inglaterra en las construcciones ferroviarias. Es exótica en los dragones de la galería Mitre, talentosa en el Teatro Colón. Ancha y apurada en la 9 de Julio, baja un cambio en los pasajes. Orgullosa de la lindura de la fuente de las Nereidas y de la fealdad de la estatua del Quijote.

Adoro a Buenos Aires porque nos junta en el obelisco para gritar los goles de la selección. En la costanera a comer choripanes. En Palermo para festejar la primavera. En Plaza de Mayo para manifestarnos como pueblo.

Adoro a Buenos Aires por las 93 especies de rosas del Parque 3 de Febrero. Las  miles de hojas del Jardín Botánico. Los jacarandás que llueven y las tipas que lloran. Los lapachos de flores rosas al costado de las vías. Las plantaciones de trigo en Agronomía. Los naranjos de Villa Devoto. 

Me encanta por sus fieras urbanas: los peces koi del Jardín Japonés, los patos de Parque Centenario,  las vacas de la Facultad de Veterinaria, los caranchos de la plaza Arenales, los murciélagos de las cúpulas. Y faltan las fieras ocultas en los matorrales de la Reserva Ecológica.

Adoro a Buenos Aires, la que mete miedo con las bestias mitológicas de las gárgolas. La que nos cuida con el Cid Campeador en Ángel Gallardo. La que enseña el arte de morir en el cementerio de la Recoleta. La que mantiene eterna la llama sanmartiniana en la Catedral.

Adoro a Buenos Aires porque dibujó una Jirafa en un mural de Monte Castro, y decora la Paternal con homenajes a Maradona. Y si eso no te gusta, Buenos Aires te espera en Segurola y Habana. 

Adoro a Buenos Aires por sus chifladuras*: la estación fantasma del subte A, el zoológico sin animales, el barrio Villa Mitre que nadie conoce, la confusa esquina de Floresta en donde Cervantes se cruza con Magariños Cervantes, el Hospital Naval que parece buque, el eterno bobo* roto de la Floralis genérica.

Adoro a Buenos Aires porque, aunque bulliciosa, medita en un rincón del parque Avellaneda. Porque juega al ajedrez en las plazas, come helados a toda hora, compra figus* en el quiosco de la esquina. 

Adoro que sea un poco arisca. Y que esté siempre dispuesta a darte una mano. Siempre.

Me encanta que tenga mil nombres: Ciudad Autónoma de Buenos Aires, CABA, Capital Federal, Baires. Y me encanta que se abrace al AMBA.

Adoro a Buenos Aires porque me divertí patinando en ATC. Aprendí a tomar mate bajo el ombú de Parque Rivadavia. Me enamoré comiendo pizza en la calle Corrientes. Porque acogió a mis abuelos polacos. Porque en ella di a luz y enterré a mis muertos.

Amo a Buenos Aires porque es hogar, es familia. 

Amarla de lejos es un quebranto*; suena Mi Buenos Aires querido y se me pianta* un lagrimón.

*Glosario

Apolilla: duerme.

Bacana: adinerada.

Bobo: corazón.

Bondi: colectivo.

Canchera: a la moda.

Casa chorizo: casa en la que todas las habitaciones dan a un patio longitudinal.

Chifladuras: rarezas, cosas locas.

Cuadro: equipo de fútbol.

Darte una mano: ayudarte.

Feca: cafetería, café.

Hace fiaca: holgazanea.

Lunga: alta.

Pibe: joven.

Pianta: escapa, suelta, larga.

Porque pintó: porque tuvimos ganas.

Pipí cucú: atractivo, perfecto.

Pulguita: petisa.

Quebranto: aflicción, dolor, pena.

Tacho: taxi.

viernes, 19 de julio de 2024

Cayeron mis plumas

 

Cayeron mis plumas

Mis plumas comenzaron a caer. Ese era el primer evento de la cadena de infortunios que había anunciado Lechuza, tras revisar mi herida. Tuve que acudir a ella horas después de haberme clavado una astilla en la patita. Si hubiera podido, lo habría evitado porque le debía mil favores. La lastimadura se ponía cada vez más fea. Ardía con la misma intensidad que un beso de putaparió. Sus secreciones espesas eran lava. Me apremiaba conseguir un remedio para recuperarme y continuar con mis asuntos. La curandera me recibió con amabilidad, a pesar de mis deudas incobrables. Intentó palpar mi extremidad inflamada. Como yo la evadía, se limitó a observar con una lupa la aguja de encallada en mis carnes. Incluso el escrutinio amable de sus ojos me producía dolor.

—¿Cómo te hiciste eso? —quiso saber. Se rascó la cabeza con la garra.
—Sentí un pinchazo cuando me posé en la rama de un árbol.
—¿Y cómo era ese árbol? No omitas ningún detalle. Es importante.
—Frondoso, de corteza gris y hojas brillantes. Olía tan bien que paré a descansar en él, aunque estaba muy apurado.
—¿Sus frutos eran parecidos a manzanas? —indagó, mientras daba pequeños saltitos y sacudía las alas. Si trataba de fingir aplomo, lo hacía muy mal. Asentí y no hizo más preguntas.

Me invitó a pasar a su hueco del roble. Una vez dentro, se enfrascó en el estudio de una enciclopedia polvorienta. Pronto me encontré inmerso en una nube de tierra y polen. Me azotaron ráfagas de estornudos. Me contraía. La quemazón de mi pata recrudeció al ritmo de los espasmos. El zumbido de un panal era una campaña tañendo en mi cráneo. Chillé para estirar el límite natural de mi tolerancia. Esperando a que se develara el tratamiento oculto en libro, aguanté más allá de lo viable. Lechuza, abstraída, persistió en su búsqueda bibliográfica infinitamente, hasta que cayó en un trance, con las alas extendidas y los ojos en blanco. Aquello duró cinco segundos que cayeron sobre mí, de a uno, cual gotas de fuego. Se despabiló para enseñarme un dibujo del árbol en el que había sido malherido.
—Es ese.
—¿Seguro? —espetó con un gorjeo tembloroso. Tenía la postura erguida y tensa.
—Sí, sí. Ese es —confirmé.
—¡La manzanilla de la muerte! Lo lamento tanto—graznó, e hizo estremecer al roble.

Tras esa revelación arrebatada, me acarició con el pico, con la intención de prepararme para recibir una terrible noticia. Al clavarme una astilla de Hippomane mancinella, me había inyectado su savia, un veneno fatal e infalible. Según explicó, no había en el mundo antídoto para neutralizar esa la ponzoña vegetal. Ni siquiera los hombres podrían curarme. Su voz me llegaba aletargada, como si viniera del fondo de un pozo. Quedé pasmado. Era obvia la gravedad de mi cuadro: estaba hirviendo y la cabeza me latía con fiereza, aunque, ¿por qué sería irremediable?

Continuaba rumiando mi desconsuelo, cuando Lechuza consiguió que le permitiera tocar la lesión. Aplicó miel para aliviar el sufrimiento y quitó la astilla. De repente, la toxina me golpeó con tal descaro en el abdomen que me hizo vomitar. Mi benefactora, con pericia maternal, me acicaló con hojitas. Luego, volvió a examinar la astilla para descartar cualquier posibilidad de error.

Terminadas las curaciones, me froté contra su cuerpo a modo de agradecimiento. Ella respondió con un beso en mi frente y se ofreció a acompañarme hasta el final. Decidí declinar la oferta, por no aceptar más favores que no podía retribuir. A ese motivo tenía añadirle la vergüenza de haber ensuciado su casa. No debía robarle demasiado tiempo. Era apropiado marcharme. Más aún, conservando las energías necesarias. Nos dijimos adiós con miradas y gestos, prescindiendo de toda palabra. Otros pájaros, testigos de nuestra desdicha, aportaron su música.

 Ya en la intimidad de mi hogar, harto de fingir por pudor, insulté a mi mala suerte. Me transfiguré en un pichón que lloraba. Resultó sanador: las lágrimas frescas me apaciguaron. Cuando gané algo de serenidad, mi vida comenzó a desfilar frente a mis ojos. Realicé un recorrido revelador, desde el tibio regazo de mi madre hasta la brisa agradable que me había despabilado esa mañana. Gracias a ese repaso, concluí que mi existencia había sido breve, pero bella. Pocos gozan del privilegio de los cielos. También recordé que había sido cobijado por cientos de árboles antes de ser agredido por uno de ellos; entonces, con las mejillas todavía húmedas, sonreí. A medida que soltaba las aventuras que no serían, fui aceptando lo que estaba por venir. Sin embargo, prefería intervenir para apurar algunas escenas morosas del desenlace. Solo una cosa me prometí no dejar pendiente: despedirme del bosque. Quería ofrecerle mi canto, un tributo por haberme hecho feliz. Así que silbé y silbé con entrega amorosa, hasta que mis plumas comenzaron a caer. Mi piel, desnudándose, anunció el momento de procurarme un final eficiente. Investido con determinación, reuní un puñado de fuerzas para emprender el vuelo al árbol fatídico, dispuesto a comer tantas frutas envenenadas como fuera posible.

sábado, 30 de julio de 2011

Amarillo

El semáforo cambió de verde a rojo. Los taxis son todo negro. Y el sol... ¿que le ha pasado al sol? El mundo ha olvidado el amarillo.

domingo, 10 de julio de 2011

El sueño de Nikimba

Nikimba soñaba con un toro rojo en un campo verde. Sabía Nikimba que no sería un buen presagio. A medida que el toro se desangraba rojamente; con la paciencia que suelen tener los hechos inexorables, tornábanse verde, el animal, y roja, la pradera.

lunes, 25 de mayo de 2009

Opciones

Una colilla puede ser
el suspiro enfueguecido
que una mano endragonada
ha liberado en vuelo gaviotero
a cocinar medialunas de aire

Tras un cigarrillo seducido
una colilla abandonada
se fumará las poesías
al cumplir su destino
de basura en la vereda

jueves, 5 de marzo de 2009

Sueño

Tengo tanto sueño demorado
que se me pega en los huesos

Fiaca gatuna
Letargo en cuellos de jirafas
Sopor de abuelos, hijos y nietos

Agobio
que desgranan las tormentas

Agujeros de aire
que me aplastan como rocas


domingo, 1 de marzo de 2009

Canción de Cuna: sobre las vías

Traca traca
niño
Pasa el tren
besa tu casa

Traca traca
pobre pobre
descastado
Canción de cuna
de los desamparados

Traca traca
niño
es maraca
tu nido de chapa

Traca traca
niño
todo el día
mece tu cuna
el temblor
del monstruo de las vías