viernes, 19 de julio de 2024

Cayeron mis plumas

 

Cayeron mis plumas

Mis plumas comenzaron a caer. Ese era el primer evento de la cadena de infortunios que había anunciado Lechuza, tras revisar mi herida. Tuve que acudir a ella horas después de haberme clavado una astilla en la patita. Si hubiera podido, lo habría evitado porque le debía mil favores. La lastimadura se ponía cada vez más fea. Ardía con la misma intensidad que un beso de putaparió. Sus secreciones espesas eran lava. Me apremiaba conseguir un remedio para recuperarme y continuar con mis asuntos. La curandera me recibió con amabilidad, a pesar de mis deudas incobrables. Intentó palpar mi extremidad inflamada. Como yo la evadía, se limitó a observar con una lupa la aguja de encallada en mis carnes. Incluso el escrutinio amable de sus ojos me producía dolor.

—¿Cómo te hiciste eso? —quiso saber. Se rascó la cabeza con la garra.
—Sentí un pinchazo cuando me posé en la rama de un árbol.
—¿Y cómo era ese árbol? No omitas ningún detalle. Es importante.
—Frondoso, de corteza gris y hojas brillantes. Olía tan bien que paré a descansar en él, aunque estaba muy apurado.
—¿Sus frutos eran parecidos a manzanas? —indagó, mientras daba pequeños saltitos y sacudía las alas. Si trataba de fingir aplomo, lo hacía muy mal. Asentí y no hizo más preguntas.

Me invitó a pasar a su hueco del roble. Una vez dentro, se enfrascó en el estudio de una enciclopedia polvorienta. Pronto me encontré inmerso en una nube de tierra y polen. Me azotaron ráfagas de estornudos. Me contraía. La quemazón de mi pata recrudeció al ritmo de los espasmos. El zumbido de un panal era una campaña tañendo en mi cráneo. Chillé para estirar el límite natural de mi tolerancia. Esperando a que se develara el tratamiento oculto en libro, aguanté más allá de lo viable. Lechuza, abstraída, persistió en su búsqueda bibliográfica infinitamente, hasta que cayó en un trance, con las alas extendidas y los ojos en blanco. Aquello duró cinco segundos que cayeron sobre mí, de a uno, cual gotas de fuego. Se despabiló para enseñarme un dibujo del árbol en el que había sido malherido.
—Es ese.
—¿Seguro? —espetó con un gorjeo tembloroso. Tenía la postura erguida y tensa.
—Sí, sí. Ese es —confirmé.
—¡La manzanilla de la muerte! Lo lamento tanto—graznó, e hizo estremecer al roble.

Tras esa revelación arrebatada, me acarició con el pico, con la intención de prepararme para recibir una terrible noticia. Al clavarme una astilla de Hippomane mancinella, me había inyectado su savia, un veneno fatal e infalible. Según explicó, no había en el mundo antídoto para neutralizar esa la ponzoña vegetal. Ni siquiera los hombres podrían curarme. Su voz me llegaba aletargada, como si viniera del fondo de un pozo. Quedé pasmado. Era obvia la gravedad de mi cuadro: estaba hirviendo y la cabeza me latía con fiereza, aunque, ¿por qué sería irremediable?

Continuaba rumiando mi desconsuelo, cuando Lechuza consiguió que le permitiera tocar la lesión. Aplicó miel para aliviar el sufrimiento y quitó la astilla. De repente, la toxina me golpeó con tal descaro en el abdomen que me hizo vomitar. Mi benefactora, con pericia maternal, me acicaló con hojitas. Luego, volvió a examinar la astilla para descartar cualquier posibilidad de error.

Terminadas las curaciones, me froté contra su cuerpo a modo de agradecimiento. Ella respondió con un beso en mi frente y se ofreció a acompañarme hasta el final. Decidí declinar la oferta, por no aceptar más favores que no podía retribuir. A ese motivo tenía añadirle la vergüenza de haber ensuciado su casa. No debía robarle demasiado tiempo. Era apropiado marcharme. Más aún, conservando las energías necesarias. Nos dijimos adiós con miradas y gestos, prescindiendo de toda palabra. Otros pájaros, testigos de nuestra desdicha, aportaron su música.

 Ya en la intimidad de mi hogar, harto de fingir por pudor, insulté a mi mala suerte. Me transfiguré en un pichón que lloraba. Resultó sanador: las lágrimas frescas me apaciguaron. Cuando gané algo de serenidad, mi vida comenzó a desfilar frente a mis ojos. Realicé un recorrido revelador, desde el tibio regazo de mi madre hasta la brisa agradable que me había despabilado esa mañana. Gracias a ese repaso, concluí que mi existencia había sido breve, pero bella. Pocos gozan del privilegio de los cielos. También recordé que había sido cobijado por cientos de árboles antes de ser agredido por uno de ellos; entonces, con las mejillas todavía húmedas, sonreí. A medida que soltaba las aventuras que no serían, fui aceptando lo que estaba por venir. Sin embargo, prefería intervenir para apurar algunas escenas morosas del desenlace. Solo una cosa me prometí no dejar pendiente: despedirme del bosque. Quería ofrecerle mi canto, un tributo por haberme hecho feliz. Así que silbé y silbé con entrega amorosa, hasta que mis plumas comenzaron a caer. Mi piel, desnudándose, anunció el momento de procurarme un final eficiente. Investido con determinación, reuní un puñado de fuerzas para emprender el vuelo al árbol fatídico, dispuesto a comer tantas frutas envenenadas como fuera posible.

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