Cayeron mis plumas
Mis plumas
comenzaron a caer. Ese era el primer evento de la cadena de infortunios que
había anunciado Lechuza, tras revisar mi herida. Tuve que acudir a ella horas
después de haberme clavado una astilla en la patita. Si hubiera podido, lo
habría evitado porque le debía mil favores. La lastimadura se ponía cada vez
más fea. Ardía con la misma intensidad que un beso de putaparió. Sus secreciones
espesas eran lava. Me apremiaba conseguir un remedio para recuperarme y
continuar con mis asuntos. La curandera me recibió con amabilidad, a pesar de
mis deudas incobrables. Intentó palpar mi extremidad inflamada. Como yo la evadía,
se limitó a observar con una lupa la aguja de encallada en mis carnes. Incluso
el escrutinio amable de sus ojos me producía dolor.
—¿Cómo te hiciste
eso? —quiso saber. Se rascó la cabeza con la garra.
—Sentí un pinchazo cuando me posé en la rama de un árbol.
—¿Y cómo era ese árbol? No omitas ningún detalle. Es importante.
—Frondoso, de corteza gris y hojas brillantes. Olía tan bien que paré a
descansar en él, aunque estaba muy apurado.
—¿Sus frutos eran parecidos a manzanas? —indagó, mientras daba pequeños
saltitos y sacudía las alas. Si trataba de fingir aplomo, lo hacía muy mal. Asentí
y no hizo más preguntas.
Me invitó a pasar a
su hueco del roble. Una vez dentro, se enfrascó en el estudio de una
enciclopedia polvorienta. Pronto me encontré inmerso en una nube de tierra y
polen. Me azotaron ráfagas de estornudos. Me contraía. La quemazón de mi pata recrudeció
al ritmo de los espasmos. El zumbido de un panal era una campaña tañendo en mi
cráneo. Chillé para estirar el límite natural de mi tolerancia. Esperando a que
se develara el tratamiento oculto en libro, aguanté más allá de lo viable. Lechuza,
abstraída, persistió en su búsqueda bibliográfica infinitamente, hasta que cayó
en un trance, con las alas extendidas y los ojos en blanco. Aquello duró cinco
segundos que cayeron sobre mí, de a uno, cual gotas de fuego. Se despabiló para
enseñarme un dibujo del árbol en el que había sido malherido.
—Es ese.
—¿Seguro? —espetó con un gorjeo tembloroso. Tenía la postura erguida y tensa.
—Sí, sí. Ese es —confirmé.
—¡La manzanilla de la muerte! Lo lamento tanto—graznó, e hizo estremecer al
roble.
Tras esa revelación
arrebatada, me acarició con el pico, con la intención de prepararme para recibir
una terrible noticia. Al clavarme una astilla de Hippomane mancinella, me
había inyectado su savia, un veneno fatal e infalible. Según explicó, no había
en el mundo antídoto para neutralizar esa la ponzoña vegetal. Ni siquiera los
hombres podrían curarme. Su voz me llegaba aletargada, como si viniera del
fondo de un pozo. Quedé pasmado. Era obvia la gravedad de mi cuadro: estaba
hirviendo y la cabeza me latía con fiereza, aunque, ¿por qué sería irremediable?
Continuaba rumiando
mi desconsuelo, cuando Lechuza consiguió que le permitiera tocar la lesión. Aplicó
miel para aliviar el sufrimiento y quitó la astilla. De repente, la toxina me
golpeó con tal descaro en el abdomen que me hizo vomitar. Mi benefactora, con
pericia maternal, me acicaló con hojitas. Luego, volvió a examinar la astilla
para descartar cualquier posibilidad de error.
Terminadas las
curaciones, me froté contra su cuerpo a modo de agradecimiento. Ella respondió
con un beso en mi frente y se ofreció a acompañarme hasta el final. Decidí declinar
la oferta, por no aceptar más favores que no podía retribuir. A ese motivo tenía
añadirle la vergüenza de haber ensuciado su casa. No debía robarle demasiado
tiempo. Era apropiado marcharme. Más aún, conservando las energías necesarias. Nos
dijimos adiós con miradas y gestos, prescindiendo de toda palabra. Otros pájaros,
testigos de nuestra desdicha, aportaron su música.
Ya en la intimidad de mi hogar, harto de fingir por pudor, insulté a mi mala suerte. Me transfiguré en un pichón que lloraba. Resultó sanador: las lágrimas frescas me apaciguaron. Cuando gané algo de serenidad, mi vida comenzó a desfilar frente a mis ojos. Realicé un recorrido revelador, desde el tibio regazo de mi madre hasta la brisa agradable que me había despabilado esa mañana. Gracias a ese repaso, concluí que mi existencia había sido breve, pero bella. Pocos gozan del privilegio de los cielos. También recordé que había sido cobijado por cientos de árboles antes de ser agredido por uno de ellos; entonces, con las mejillas todavía húmedas, sonreí. A medida que soltaba las aventuras que no serían, fui aceptando lo que estaba por venir. Sin embargo, prefería intervenir para apurar algunas escenas morosas del desenlace. Solo una cosa me prometí no dejar pendiente: despedirme del bosque. Quería ofrecerle mi canto, un tributo por haberme hecho feliz. Así que silbé y silbé con entrega amorosa, hasta que mis plumas comenzaron a caer. Mi piel, desnudándose, anunció el momento de procurarme un final eficiente. Investido con determinación, reuní un puñado de fuerzas para emprender el vuelo al árbol fatídico, dispuesto a comer tantas frutas envenenadas como fuera posible.